Hace unos días se conoció que la Academia sueca que cada año otorga los premios Nobel en diversas disciplinas, fundamentalmente científicas, pero que también reconoce el valor de otras aportaciones en el campo de la paz o de la literatura, había concedido este año este galardón en el campo de las letras a Bob Dylan.
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Y cuya huella es innegable en artistas, músicos, narradores o poetas como Leonard Cohen, Nick Cave, Joan Baez, Pete Seeger, Allen Ginsberg, Bruce Springsteen, Michael McClure, Jimi Hendrix, Lawrence Ferlinghetti, o aquí en España, sin ir más lejos, gente como Paco Ibáñez, Luis Eduardo Aute, Lole y Manuel o el gran poeta Benjamín Prado, solo por mencionar algunos ejemplos.
Sin embargo, y con grande y desagradable sorpresa, me encontré al poco de bucear un poco por las redes opiniones no solamente en contra de tal decisión, sino encendidos e indignados discursos considerando cosas como que la concesión de este premio a Bob Dylan era poco menos que un insulto y una afrenta a la literatura, y que destilaban un malestar y una irritación, sinceramente, incomprensibles para mí. Y no solo en el mundo, llamémosle así, académico o institucional. Hasta gente del mundo del rock se mostraba escandalizada por esta decisión, y en plan de broma tonta, pedían el premio príncipe de Asturias para determinados músicos que no voy a mencionar para no meterme en más charcos de los necesarios.
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Entre algunos de los paupérrimos argumentos que determinados opositores a esta decisión esgrimen, se encuentra el de que “Bob Dylan no es un escritor, es un cantante”. Bien, esta argumentación podría defenderse si estuviéramos hablando de un mero intérprete, es decir, de alguien que incorpora canciones de otros artistas a sus discos y conciertos pero que no es autor de sus propias letras.
Y no es este el caso de Bob Dylan. Dylan, en especial a lo largo de los años 60, supo traducir y reflejar el descontento, el ansia de cambio, las aspiraciones de toda una generación de cambiar radicalmente la sociedad en canciones cuyo valor fundamental estaba, más allá incluso de su calidad música como tales canciones, en el sentido de sus letras, en el significado que aquella generación les otorgó y que con independencia o no de que se plasmaran en unas canciones, eran textos de una inmensa calidad literaria per sé por cuanto traducían, como siempre hicieron los grandes poetas, el pálpito, el sentir, las inquietudes, aún soterradas a comienzos de los 60, de una generación que quería cambiar la sociedad post-industrial de la segunda mitad del siglo XX, como mínimo, en lo cultural. Como muchos queremos también hacer en este momento histórico.
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“George Jackson
Los guardianes de la prisión le maldecían
Mientras le vigilaban desde lo alto
Pero tenían miedo de su poder
Estaban asustados de su amor
Oh, dios, Oh, señor, han matado a George Jackson
Dios, le han enterrado bajo tierra.
Algunas veces pienso que este mundo
No es más que un gran patio de prisión
Algunos somos presos
Los otros somos guardianes”
Los guardianes, los perros de presa del poder, los vigilantes, ¿qué temían de George Jackson? ¿Su agresividad? ¿Su combatividad? No… lo que más temían era su capacidad de amar. Su amor. El amor, el arma más revolucionaria que existe junto al libro y al fusil. El amor, la generosidad, la entrega, la convicción firme de que la ilusión, la sonrisa, la cultura, es lo que provoca más miedo al poder, y así lo estamos viendo día a día, sin ir más lejos en la política española. Y hace más de cuarenta años, Bob Dylan supo expresarlo en esta letra, como siempre adelantándose a su tiempo.
Exactamente igual que cuando el 25 de julio de 1965 Bob Dylan se subió al escenario del Festival de folk de Newport y ante el mismo público que le vitoreó en las ediciones anteriores de 1963 y 1964, tocó ROCK, rock eléctrico, fuerte y vibrante, casi proto-heavymetal llevando en su banda a talentos como el guitarrista de la Paul Butterfield Blues Band Mike Bloomfield –un genio maldito del blues, cuya figura debería ser mucho más reivindicada- o el magnífico teclista Al Kooper. Dylan, consciente de que el rock iba a ser la nueva música de aquella generación, de que el rock iba a llevar un mensaje de revolución mucho más lejos que el folk tradicional, electrificó su mensaje para dotarle de fuerza, de energía y para envolver el mensaje de sus revolucionarias letras de un sonido que conectase con las ansias de rebeldía de quienes querían echarse a las calles a luchar por cambiar el mundo. Como bien dijo un gran pensador, político y revolucionario chino, Mao Tse-Tung, “la acción no debe ser una reacción, debe ser una creación”.
¿Cuál es, a mi juicio, el gran problema que subyace en esta, al menos para mí, absurda polémica? Pues un problema cultural de base que desde quienes trabajamos en el ámbito de la cultura, bien sea en el teatro, la narrativa, la poesía o cualquier otro ámbito, entiendo que debemos tratar de erradicar: la consideración ultraconservadora de la concepción de la cultura en compartimentos estancos, es decir, en disciplinas que tienen sus soportes, su idiosincrasia, sus medios de expresión y comunicación propios y en los que el contacto con otras disciplinas se admite como experimento, si se quiere hasta como boutade, pero que se desprecia en el fondo porque ello supone cuestionar los estándares culturales tradicionales en los cuales se ha acomodado una mentalidad, e incluso un estabilishment que aunque pueda no ser conservador en lo político o ideológico, lo es, y profundamente en tanto que en casos como el de Dylan, desprecia el valor literario de sus textos y de su poesía simplemente porque han sido transmitidas a través de la música.
Es decir, mantiene por un prejuicio academicista propio de esa concepción de la cultura como compartimentos estancos, opuesta a una concepción de la cultura multidisciplinar y en constante evolución –como corresponde a una mentalidad conservadora y retrógrada- la negativa al reconocimiento como literatura a las letras de las canciones, máxime cuando son canciones asociadas a una cultura como es la de la cultura rock, que si bien en ocasiones pareciera domesticada y mercantilizada, sigue poseyendo un potencial de rebeldía que obviamente, asusta a determinadas mentalidades.
Preguntaría a muchos de los que mantienen la tesis de que Bob Dylan no es un literato alguna de estas cuestiones: El Drácula de Bram Stoker, por ejemplo ¿dejó de ser literatura cuando se llevó al teatro o al cine o al musical? El Tommy de los Who ¿dejó de ser rock cuando Ken Russell lo llevó a la gran pantalla? ¿Ha dejado de ser Cervantes literatura porque cientos de rapperos hayan llevado sus textos al hip-hop en los frecuentes certámenes, como el de Alcalá de Henares, de rappeo de sus textos? ¿dejó de ser poesía García Lorca cuando los granadinos 091 llevaron al rock sus poemas, o cuando Serrat hizo lo propio con Antonio Machado o Miguel Hernández?
Frente a una visión de la cultura academicista, reservada a determinadas élites, como un patrimonio que solo una casta privilegiada debería teóricamente gestionar, entiendo que hoy más que nunca debemos luchar por una cultura que se desarrolle en libertad, con un permanente contacto y mestizaje entre diferentes disciplinas y tendencias, lo cual será a mi juicio lo que favorezca su crecimiento, y por tanto, su valiosa aportación a la sociedad que queremos construir, o reconstruir, desde una mentalidad y una visión renovadora y de cambio. Y en ese contexto, considero un importante avance la concesión del Premio Nobel de Literatura a un artista multidisciplinar como Bob Dylan.
Y esto, ya para terminar, y como escribí en mi muro de Facebook, -aunque esto es una mera opinión personal, más visceral que otra cosa, lo reconozco- creo que sólo por los siguientes versos, que tanto reflejan la vida de tanta gente de mi generación, merece de sobra cualquier premio o reconocimiento.
“How does it feel / ¿Cómo se siente uno?
To be on your own / siendo solo uno mismo
With no direction home / sin un hogar al que volver
Like a complete unknown / como un completo desconocido
JUST LIKE A ROLLING STONE”
Como dijo Keith Richards en Stripped, simplemente: Thank You, Bob….
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